Llevo un tiempo largo emputecida con las mujeres que aparecen en las series. Las mujeres de Netflix, las Mentirosas, las Valerias. Me enerva su ingenuidad, su neurosis, esa manera de ser atolondrada y duditativa que al parecer es el ingrediente fundamental para la heroína postmoderna; siempre tiene cierto éxito profesional y los hombres las adoran a pesar de ser insufribles. Patearía sus caras desencajadas, su rímel corrido de llorar por un imbécil, su buena ropa y sus conflictos tan falsos que ni siquiera dan risa. Puedo entender que este tipo de esquetches (porque ni siquiera dan para historias), pudieran gustar hace veinte años, cuando la idea de sufrir por un Mr. Big o ser una maraca consumada como Samantha Jones podía tener algún interés. Pero después de haber sobrepasado largamente la barrera de los cuarenta, no me puedo bancar tanta estupidez; lo que me provoca en realidad es vergüenza ajena y pena de pensar que hay mujeres que creen que la verdadera vida está en esos pisos coloridos de Madrid, en todo ese mal gusto, esa estridencia. Enfin, también me siento una vieja culiá despotricando contra la modernidad .
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